Esta temporada el Teatro Bellas Artes lleva hilando piezas de trasfondo social. Primero fue el acoso escolar, con El pequeño Poni, y ahora monta un drama sobre el alzheimer, protagonizado por un enorme Héctor Alterio, en El padre. La obra aterriza después de gira por Barcelona, y pone sobre las tablas una de esas enfermedades que acompaña a muchas personas de edad avanzada. Este mal recuerda que la mente no parece estar preparada para la longevidad física que ha alcanzado el ser humano. Incluso sin la intervención de este tipo de demencia, se puede apreciar cómo los años nos van tornando más huraños y repetitivos, mientras que la infancia y el pasado se convierten en nuestro anclaje emocional.
El dramaturgo francés Florian Zeller ha escrito esta historia sobre un padre octogenario que poco a poco va perdiendo el sentido de la realidad. Con una hija dedicada, la progresión de la enfermedad va conduciendo hacia una mayor dependencia del padre hacia los cuidados de la hija. El autor ha querido centrarse no sólo en los desvaríos del protagonista, sino en el impacto que tiene sobre la vida de la hija, logrando con ello un absoluto acercamiento a un público que, en su vida personal, seguro ha vivido de manera individual momentos parecidos.
El padre es una obra que causa un sentimiento de tristeza por esta empatía que genera el alzheimer. Héctor Alterio está en el centro absoluto de la historia, con una interpretación finísima, casi mimetizada con el protagonista de la historia. Alterio, como buen intérprete argentino, tiene un pacto con dos aspectos que hacen que un actor se convierta en grande: la vis cómica, mezclada con un profundo sentimiento dramático. Y aquí estas cualidades son más que necesarias, porque la obra sería indigerible sin los pasajes gruñones de Alterio.
En cuanto a la dramaturgia, la obra pierde fuelle cuando el personaje del padre queda relegado, dando paso a la historia de la hija, su pareja y la enfermera. El recurso a los saltos de acción está, por otro lado muy logrado. La narración es un continuo de realidades inconexas, donde el público no sabe si lo que se ve es la realidad o los recuerdos inconexos del anciano. El problema está en que no está resuelto a nivel escenográfico, y los repetidos fundidos entre escenas generan algo de cansancio y un efecto que debe ser siempre evitado, el del falso final.
Sí hay, por el contrario, un elemento de decorado que es un acierto: el progresivo vaciamiento de la estancia. Los vanos y las salidas van cegándose con paneles blancos, como ventanas que se cierran tapando la visión hacia el exterior, en una alegoría visual hacia las desconexiones que se producen en la cabeza del protagonista.
La fuerza dramática de la historia se ve deshinchada hacia mitad de la obra, en la que cobran protagonismo el resto de personajes, poco contenidos en algunos aspectos de su interpretación. La reaparición de Alterio hacia el cuarto final vuelve a insuflar energía. El personaje ha pasado de ser un cascarrabias a convertirse en un ser temeroso y desorientado. La versatilidad que despliega el actor Héctor Alterio, que logra pasar del humor cínico al terror, y finalmente a la más absoluta fragilidad, es el tesoro que ofrece este montaje.
La clá
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Teatro Bellas Artes
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Imagen por cortesía del Teatro Bellas Artes