En la orilla. Teatro Valle Inclán, Madrid.

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En la orilla de las noticias de estos días surge el desconsuelo infinito. A través de la mirilla del televisor, por enésima vez, se ve el desfile de presuntos (siempre presuntos) implicados en tramas de corrupción política. La sensación es la de un país y una democracia rotos durante décadas, en los que cualquiera con acceso a la función pública se ha visto expuesto a escándalos. Las generalizaciones siempre son horrendas, y probablemente la honestidad también haya brotado en algún lugar, pero lo extendido ha sido lo contrario: el contubernio, la comisión y la ignorancia o la tolerancia, que son (estos últimos) los pecados capitales en el ejercicio de la vida pública.

La desazón surge cuando los imputados niegan vehementemente haber delinquido. Creo que ahí no mienten, o al menos no lo hacen del todo. La acción de facilitadores y de “lobos” que solucionan problemas, bien merecía los réditos a los que tuvieron acceso. Seguramente muchos entendían no hacer nada malo cuando con su acción lograban que determinados negocios se encarrilasen. Pura soberbia que sólo ha podido gestarse en un ecosistema social y económico tolerante con el trapicheo.

El Levante, antigua tierra de fenicios, ha sido uno de los reinos del despilfarro económico y de la corrupción política. En el año 2008, cuando la crisis económica en España arrancaba, el novelista Rafael Chirbes se atrevió con la que sería su obra maestra, Crematorio, luego llevada a televisión, con un impresionante Pepe Sancho, como protagonista. En el 2013, como epílogo a la crisis, y como epílogo también a Crematorio, Chirbes escribió En la orilla, novela que retrataría de nuevo lo que fue de aquella cultura del pelotazo.

Otra vez, la novela de Chirbes tendría una traducción visual, esta vez en forma de drama teatral. Adolfo Fernández y Ángel Soto han adaptado y participado en la producción de En la orilla, que puede verse en el Teatro Valle Inclán de Madrid.

En una sociedad anestesiada por la corrupción política, el teatro puede servir para denunciar lo que ya no nos impresiona ni en los telediarios ni en la prensa escrita. Falta mucho teatro social en nuestra cartelera, y el público es parte en la causa de esta carencia. Cuesta ver en un espejo que todo, alrededor nuestro, es un cúmulo de mentiras, maniobras políticas, corrupción y despilfarro, pero el espectador y la dramaturgia deben cruzar el espejo y redescubrir lo que es correcto y lo que no lo es. Por eso la adaptación de En la orilla no sólo es buena dramaturgia, es, además, teatro necesario.

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Detrás de la historia de Esteban, hijo del propietario de una pequeña fábrica de carpintería, está la decadencia de este país. Esteban (un solvente César Sarachu), declara su fábrica en situación de concurso y cierra la empresa para tratar de salvar los pocos ahorros que le quedan y multiplicarlos invirtiendo en una dudosa promoción inmobiliaria. En casa Esteban tiene a su padre, inválido y enfermo, al que cuidará contratando a Liliana, una joven colombiana (Yoima Valdés) por la que desarrollará una atracción física. Sus amigos de cacería son los compañeros de siempre, Justino (Marcial Álvarez) y Francisco (Rafael Calatayud). Los dos son de esos españolísimos amigos que en realidad no lo son. Más bien compañeros y conocedores de Esteban de toda la vida. Profesionales del “bullying” adulto, que convierten al pequeño empresario en objeto de mofa. Sus vidas, las de Justino y Francisco, no son mucho mejores. El primero es un profesional del ladrillo, cocainómano y putero. El segundo, la sombra en vida de la que fue su mujer (Sonia Almarcha).

La historia se desarrolla en un pueblo levantino ficticio, Olba, rodeado de humerales claustrofóbicos que esconden cadáveres de pobres inmigrantes, atraídos por la prostitución y el trabajo en el ladrillo. La escenografía, desarrollada por Mambo Decorados, reproduce bien ese ambiente de ciénaga, en el que quedan atrapados todos personajes. Ninguno se salva moralmente, ni el padre enfermo, ni la joven colombiana, ni el marroquí carpintero, ni siquiera el protagonista, Esteban. Todos se mueven por dinero y por un ansia de salvación, en mayor o menor grado.

De ahí que la puesta en escena de los personajes exija su fragmentación. Esteban no es héroe, tampoco es villano absoluto. Liliana es trabajadora, pero se somete al chuleo del marido. Casi todos, en algún momento de la función, se tornan deleznables, llevándose Marcial Álvarez y Adolfo Fernández el palmarés. El primero por constructor viciado en el ambiente de prostíbulos de carretera. El segundo, por político y promotor con maletines de ida (siempre sin vuelta) a Suiza. La actriz Sonia Almarcha destaca en la bella interpretación del prototipo de inmigrante atemorizado, Rachid, que no quiere saber nada, ni decir nada, sólo culebrear y sobrevivir en un entorno que le deja vivir.

El foco del elenco actoral (que brilla en todos por su alta calidad) es para César Sarachu y su personaje de Esteban. Sarachu es un actor con un altísimo potencial dramático que hace que muchos de sus personajes siempre vayan cargados de un punto de ternura y un halo de perdedor. Aquí le suma con poderío la violencia del hijo que aspira a vivir mejor, a arañar parte del botín del que todos se benefician, que simplemente quiere más.

La conclusión de Rafael Chirbes es desgarradora. En esta sociedad española del pelotazo, todos nos hemos envilecido.

La clá

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Imágenes de Sergio Parra, cortesía del CDN.

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