Imagínense con ochenta y pico años confesando a su amor prohibido que siempre estuvo por sus huesos. O que con esa misma edad venga alguien y le diga que ha sido el amor de su vida, pero que estando los dos casados pues no pudo ser.
Y ahora fantaseen con que se les pone a tiro de piedra alguien cercano a quien nunca se atrevió a acercarse o a decirle algo. Seguramente no vaya más allá la cosa, porque la vida es un poco puñetera con eso de poner la ocasión a tiro. Y cuando pasa el momento, pues no suele repetirse. Lo cual puede no ser malo, porque quizás el amor verdadero no esté en el flechazo ni en la atracción idealizada, sino en una convivencia más constante y en un afecto recíproco. Claro que quizás éste sea un sentimiento conveniente y cómodo a la larga, y el verdadero amor sea ese otro, el instintivo, el que nace del estómago y al que le da por saltarse las reglas.
Entra el público en sala y ve a cuatro personajes colocados de frente, inmóviles, como en una película de Luchino Visconti o en una fotografía de Annie Leibovitz. Suena una música parecida a las tonadillas de las películas italianas y francesas de los setenta. Sobre el fondo trozos de decorados de otras obras, retales de producciones que han pasado por el Pavón Teatro Kamikaze. Arranca la función en tensión máxima con un primer gran movimiento coreográfico. Marta Etura sube a un montículo, la luz cenital sobre ella. Son casi diez minutos de narración en estado de emoción absoluto. Es su gran soliloquio. Su nombre es Dani, y le confiesa a su mujer Sandra, su amor sincero después de cincuenta años de convivencia. El suyo es un amor puro, porque ha sido correspondido. No se oye ni una tos de la audiencia.
Terminado el arranque los intérpretes caen como cubos sobre el escenario, y empiezan a darse la réplica. Son narradores anónimos de cuatro historias cruzadas de dos parejas, Dani y Sandra, Margarita y Alberto. Sus afectos se cruzan, y como poso constante, sus confesiones se ensalzan como una reflexión sobre lo que es el amor. El autor es el ruso Ivan Viriapev (1972), dramaturgo en activo, cuyo texto no está muy lejos del de otros autores europeos. Su obra casa perfectamente con otros montajes vistos precisamente en el Pavón Teatro Kamikaze, escritos por otro dramaturgo en activo, Pascal Rambert (1962). Y es que Ilusiones podría ser el lienzo central de un tríptico en el que a un lado se colocase La clausura del amor, y al otro Ensayo. Todas tratan de las relaciones de pareja, y de cómo éstas son poliédricas. Las formas de percibir un mismo amor son distintas, y luego llegan el agotamiento y los otros.
El texto de Viriapev, a diferencia de los de Lambert, no es tan bifaz, sino algo más enredado. Cuatro narradores cuentan y vivifican la historia de esas dos parejas que reflexionan sobre su vida y sus historias de amor hacia el final de su vida. Lo hacen al estilo del cuentacuentos que narra la historia e interpreta a los personajes. En Ilusiones Miguel del Arco saca sus mejores dotes escénicas, las de un director que sabe que el teatro no esta ahí para defender un texto, sino para levantar una realidad y para eso hay que usar todos los recursos. El principal, el mayor sustento, es la base actoral. Marta Etura, Daniel Grao, Alejandro Jota y Verónica Ronda son los narradores y protagonistas, pero sin roles predefinidos. Cualquiera puede ser hombre o mujer, de la misma forma que el cuentacuentos se convierte en lobo o cerdito. Miguel del Arco ha querido que no canten el texto, sino que se enreden entre ellos, se muevan, se toquen, bailen, y el resultado es de una frescura infinita. Los actores irradian naturalidad y vida, y sobre un escenario hecho de retales, parece que nos cuentan por primera vez esta historia sobre la concepción del amor y de la vida. Es para Marta Etura ese primer monólogo y arranque inicial bellísimo. Daniel Grao, actor capaz del más absoluto dramatismo, saca aquí una vena payasa que usa moderadamente para quitar hierro al exceso de solidez intelectual que en ocasiones presenta el texto. Alejandro Jota personifica la duda y la tortura interior, haciendo contrapunto de personalidades. Verónica Ronda es un imán de sensaciones, capaz de pasar del canto y la risa, a los pasajes más tristes, demostrando una enorme versatilidad dramática.
Miguel del Arco se enamoró de este texto de Ivan Viriapev, y su pasión por el texto le ha llevado a elevarlo varios estadios más allá de lo que el propio texto permite. En sus trabajos veo, cada vez más, una entrega absoluta hacia todos los elementos escénicos, y una intuición total hacia las posibilidades de los intérpretes. La coreografía y el movimiento de sus montajes alcanzan en Ilusiones una de sus producciones más logradas a nivel visual. Hay pasajes que se puntean con una luz cenital, o que se refuerzan con un baile o un movimiento escénico. Esta versatilidad que convierte a sus producciones en entes orgánicos que se transforman y mueven, está a la altura de las mejores compañías teatrales, y últimamente no puedo evitar pensar en que Del Arco representa, al igual que la británica Cheek by Jowl, una dramaturgia generadora de amor y vida sobre el escenario.
La clá
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Pavón Teatro Kamikaze
Imágenes por cortesía del Pavón Teatro Kamikaze. Fotógrafa Vanessa Rabade.