Es época estival y proliferan los espectáculos escénicos. Muchos actores profesionales se unen a los equipos de animación de hoteles, salas, etc. y borbotean espectáculos de tono popular y fiestero, con el ánimo de alegrar a familias de diferente carácter, origen e incluso idioma.
El Parque Warner de Madrid es uno de los lugares de peregrinaje para la chavalería y, para aquéllos que no somos forofos de la montaña rusa, no nos queda otra que imbuirnos del espíritu animoso y sacarnos fotos con el Pato Lucas, Piolín o el Diablo de Tasmania. Por cierto, un canto de reconocimiento a los intérpretes que habitan las pieles de estos personajes. He conocido de cerca lo que es ponerse uno de esos disfraces (corpóreos, en jerga) y sufrir el calor extremo que dentro se vive. Con razón sólo pueden estar unos 20 minutos dentro, y seguir unas medidas rigurosas para no lipotimiarse. Así que cada vez que veo un muñeco gigante haciendo muecas y aspavientos de alegría, reconozco el espíritu trabajador y festivo de quien se deshidrata bajo las plumas y el pelaje del personaje.
Hay en el Parque Warner varios espectáculos escénicos programados. Me gustaría que esta crónica fuese una loa hacia estos entretenimientos con puro sabor yankee, pero la alabanza, en este caso, tiene sabor agrio. El Parque Warner tiene un auditorio fabuloso, con un número importante de butacas, un escenario visible desde cualquier parte, y un rider técnico que no escatima en luces y dotación. Cada poco tiempo cambian el espectáculo que rota durante varios pases al día.
En esta ocasión han montado una versión modernizada de El Mago de Oz, con mucha canción en inglés y zapatillas rojas en vez de zapatos de baile con brillantina roja. La parte destacable es la capacidad de condensar la película y el libro en tan sólo 35 minutos sin perder las escenas principales. Los intérpretes tienen buenas voces, y alguno destaca además por una pizca de sentido cómico que alegra el espectáculo. La escenografía es grandiosa, con Mago de Oz digitalizado, y la escena de los monos da incluso algo de miedo. El enorme e imperdonable fallo es un sonido atronador, muy superior al que cualquier espectador puede soportar, haciendo que las canciones se conviertan en berridos, y las gracietas en gritidos. Una pena que, con un espacio y un rider técnico sobrado, se caiga en errores de fácil arreglo.
Mientras veía a los jóvenes intérpretes, pensaba en qué no podría hacer un Ángel Llacer y un Manu Guix con los mismos mimbres. Seguramente un divertimento absoluto.
Un último detalle: feo está que no haya mención a los actores y al equipo de producción del espectáculo, no ya con un flyer impreso, pero sí al menos en la página web. El espectáculo, aunque bochornosamente decibélico, merece que en él se destaque la labor de sus intérpretes.
La clá
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Imágenes cortesía del Parque Warner.