
Como espectadores tenemos cierta tendencia a seguir nuestros gustos y preferencias. En teatro se traduce en no perderse la última de un determinado dramaturgo, ver el estreno de la sala principal de tal teatro, acudir a la nueva obra de una determinada actriz o no dejar de ver lo último de una determinada compañía teatral. Precisamente por ese motivo la cultura en formato digital ha incorporado el algoritmo como herramienta de enganche. Si te gustó tal película, seguramente te gustará esta otra.
A mi algoritmo teatral he decidido incorporarle dos palabras clave, Alejandro Andújar, que es uno de los escenógrafos en activo más interesantes que hay. Los últimos montajes vistos en los que ha diseñado un escenario (Jerusalem, Las canciones) han sido, simplemente, fabulosos.
Andújar es el artífice de El bar que se tragó a todos los españoles, la pieza con la que Alfredo Sanzol se estrena como dramaturgo desde que asumió la dirección del Centro Dramático Nacional. El nombre de la obra coloca al bar en el centro de la trama, y sobre distintos bares (inexplicablemente regentados, todos, por españoles) se sucederá la historia del protagonista, Jorge Arizmendi.

El bar es el centro de la construcción dramática, y sobre esta idea ha creado el escenógrafo un bar que es iconografía pura. El bar de Andújar es el típico “bar de viejos” setentero que, como el lince ibérico, es desde hace tiempo especie en extinción. Alicatado hasta el techo con formas poperas y colores mostaza, y con un amplio surtido de botellas en estanterías bien visibles, al bar ideado por el escenógrafo no le falta detalle.
Con semejante artilugio, no es de extrañar que los minutos de arranque de la obra sean un regodeo escenográfico. El bar se abre deslizando las rejas, con ese peculiar sonido que, junto con los bidones de cerveza deslizándose por el asfalto, todos reconocemos como espacio sonoro de la urbe. Pedro Yagüe, a cargo de la iluminación, no ha podido evitar valerse de este bar cuadrúpedo para crear bellas escenas pictóricas, con resonancias claras a esos bares americanos de carretera del pintor Edward Hopper.
La apertura de rejas es el inicio de un viaje en el que se nos relata la historia de Jorge Arizmendi, un joven cura navarro que decide dar un vuelco a su vida, dejar el sacerdocio y empezar una nueva aventura tratando de averiguar qué hacer con su vida. La historia tiene tintes autobiográficos con referencias al padre del propio Sanzol, que fue uno de los que, entre muchos sacerdotes, pidieron la dispensa hacia principios de los sesenta. En la España de posguerra, hay que recordarlo, el seminario o las fuerzas militares se convirtieron (al margen de la vocación) en centros en los que obtener una educación y un cierto futuro.
En el comienzo de la obra coloca Sanzol a su alter ego, Nagore (Camila Viyuela), que tratará de descubrir, a través de la escritura, quién pudo ser su padre y a través suyo contar retales de la historia reciente de España. La misión, ya lo dice el personaje, apabulla: “no puedes meter un país en una obra”. Quizás por ese motivo Alfredo Sanzol haya jugado con mano doble.
La historia de Jorge Arizmendi se entronca, cierto, en unos hechos que tienen que ver mucho con España, pero se convierte también en un estandarte del libre albedrío. Ese que el maestro inglés, William Shakespeare, supo plasmar en los archiconocidos versos de “Como gustéis”, con la evocación de los diversos papeles que el individuo puede adoptar en una sola vida. El protagonista de Sanzol lo toma, pues, prestado: “La vida”, dice, “te permite ser varias personas”.

El edificio dramático que construye Sanzol se cimenta precisamente en Arizmendi como personaje central. El cura que quiere dejar de serlo es un tipo encantador, casi sacado de una novela rusa decimonónica. Es vivaracho, educado, con maneras un poco antiguas (le vienen del seminario), y con justo toque de héroe bueno. Francesco Carril interpreta a este Jorge en estado de sempiterna energía y convicción, en el que es uno de los trabajos artísticos más apabullantes de esta temporada teatral. Carril es ese héroe de película americana clásica que enamora al público y a todos esos seres extraños que irá encontrándose a su paso.
Llegado a Estados Unidos, el protagonista tratará de encontrar aquéllo que quiere para él, con la convicción de estar empezando algo nuevo: “lo de antes no es mío, es un dolor que se cura”. En ese viaje iniciático con un coche Ford, hay algo de generación beat pero es, sobre todo, una viaje homérico, en el que aparecen oráculos (en forma de Martin Luther King), e incluso sirenas.
En el recorrido americano conocerá a una vieja pareja tejana (Elena González y Albert Ribalta), que quedará prendada de él. Sus aventuras se sucederán en distintos bares en los que se irá topando con gentes de todo tipo de pelaje. De ahí el título de la pieza que, aunque sonoro, pierde resonancias en la segunda parte del díptico.
Una de las escenas clave es para la actriz Nuria Mencía (la emocionante abogada que, en otro montaje de Sanzol, La respiración, enamoró al público). En uno de los bares de carretera será Margaret Miller, el primer amor de Arizmendi. Con aires de rubia – años – cincuenta, Nuria ofrecerá un pasaje álgido, de soledad, vivencias y amores perdidos. Ya saben que el amor es para Sanzol tema recurrente en su dramaturgia al que se acerca siempre desde una mirada amable y tierna, incluso cuando se acaba.
El final de la aventura americana es también el fin de un primer acto que, con algo de metraje adicional, podría haber cerrado la obra. La historia de Arizmendi habría quedado así contada como la de un Ulises que va topándose con seres mitológicos (a los que actores como Jimmy Roca sacan brillo) en bares de carretera regentados por algún tipo español. Jesús Noguero, pueden comprobarlo, se hinchará a hacer de distintos bármanes.
Sanzol, sin embargo, se atreve a montar un segundo acto que requiere de una acertada pausa (con genialidad telefónica incorporada), en la que se produce un giro narrativo y de tono (giro que vendrá además acompañado por una escenografía versátil, que consigue que el bar se transforme en casa, consulta o aeropuerto).

La segunda parte se levanta sobre la historia del personaje central de la pieza, pero se abre a un relato mucho más coral, en el que los desdoblamientos de los personajes se van sucediendo de manera burlona. Ya les avisé que Sanzol jugaba con mano doble, y aquí se desenvuelve cómodamente sobre una de sus mayores dotes, que es el dominio del humor y de la comicidad sobre escena. El tema del libre albedrío queda aparcado, para entrar en una comedia de situaciones con un manejo absoluto de las entradas y salidas. Sanzol es digno sucesor de Jardiel Poncela y en esta segunda parte brilla su pluma vital y ligera, y sus dotes de dirección. Curiosamente, es esta segunda parte la de mayor contenido político, con arranque de aplausos en el discurso feminista de Natalia Huarte que cae, pese a ello, en cierto toque facilón.
Mucho más interesante es la forma en que Sanzol construye un manifiesto político a favor de la equidistancia. Sanzol muestra, con respeto, la visión tardo-franquista de orden y la paz que se vivió en muchos hogares españoles. Visión que personifica en el personaje de Carmen que Natalia Huarte regala con el mismo soplo de entereza que destella su personaje. Otro momento de perfecto equilibrio es el predicamento del obispo (Albert Ribalta) sobre la dispensa. El sacerdocio no es un trabajo que se pueda cambiar por capricho, dice con rectitud. Y aunque por el segundo acto se paseen otros curas de diverso calado (David Lorente está desternillante como cura de pueblo), en el trasfondo se perspira respeto por el sentimiento religioso, con una ligera reivindicación hacia la obsolescencia de ciertos predicamentos de la institución católica.

De la mezcolanza entre el relato homérico de la primera parte y los toques poncelianos de comedia de la segunda, sale a hombros Sanzol, con un público en pie alabando el buen rato. La gran manufactura de El bar que se tragó a los españoles reposa en un fantástico equipo actoral y en la concepción liviana y fluida que Sanzol insufla a sus tragicomedias. Podría refundirse en un único acto siguiendo la estela ulísea de la primera parte, pero funcionan tan bien los episodios cómicos, que perderíamos la maestría ponceliana de Sanzol y, de paso, una (necesitadísima) sucesión de risas.
La clá
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El bar que se tragó a todos los españoles. Centro Dramático Nacional.
Inicio – Centro Dramático Nacional (mcu.es)
Imágenes de Luz Soria, cortesía del equipo de prensa.
Duración aproximada: 3 horas.