
Salgo de El Príncipe Constante con la convicción de que el mejor teatro europeo se está haciendo en nuestro país. Jugamos, dirán, con la ventaja de la clausura de los teatros vecinos, pero les digo que no, que montajes como El Príncipe Constante (drama de Calderón de la Barca) están a la altura de Deborah Wagner, de Cheek by Jowl y de la estética de Peter Brook. Menciono a este último porque el primer impacto de apertura de la obra es el asombro ante su estética arenosa, como si de un cuadro del art brut se tratase. Una iluminación bien jugada crea un espacio que recuerda los aires africanos que Peter Brook dio a su teatro parisino, el Bouffes du Nord, manteniendo un efecto de desnudo en la caja escénica, combinado con los colores rojizos marroquíes. La paleta usada por el escenógrafo Lluc Castells se mueve en esa inspiración, tirando hacia las arenas y negros del informalismo de Antoni Tàpies.
La sobriedad se mantiene a lo largo de toda la narración escénica. La pieza, muy del gusto del teatro de la época, parte de un acontecimiento histórico: la pérdida de la ciudad de Ceuta en 1415 por los lusos a cargo de los musulmanes. Calderón de la Barca (1600-1681) utiliza tramas cruzadas: los enredos políticos entre reinos en conflicto, y la trama amorosa, con el general Muley enamorado de la hija del monarca marroquí. Calderón perfila con trazo fino muchos de los caracteres protagonistas. Muley (José Juan Rodríguez) representa la lealtad y la dignidad del individuo en el lado marroquí. Mientras que el príncipe luso Don Fernando (Lluís Homar), verdadero protagonista de la pieza, lo hace a su vez con parecido honor, en defensa absoluta de la religión católica.
Xavier Albertí ha sido respetuoso con el original calderoniano y ha querido huir de histrionismos al importar la obra a nuestra contemporaneidad. Los grandes parlamentos se declaman con gesto sobrio y brazos pegados. Así lo hace un sensacional José Juan Rodríguez que es bastión de esta pieza. Su Mulei de gestos contenidos atrapa la preocupación interna del personaje, generando una tensa sensación de energía atrapada en el pecho. Su narración de arranque es cautivadora, como lo son sus diálogos con el príncipe Don Fernando. Similar consigna de retención recibe el resto de los intérpretes en un extenso elenco en el que destacan un versado Rafa Castejón, que hasta a un personaje no principal le saca partido. Beatriz Argüello domina, como siempre, el texto clásico. Su dama Fénix queda, sin embargo, demasiado tenue frente a la fuerza del resto de retratos. Arturo Querejeta es el rey marroquí: impertérrito, firme y obstinado como una roca. En él encuentro los aires modernos del mejor Shakespeare contemporáneo. Jorge Varandela tiene el privilegio de contar con bula escénica, y es el único personaje al que se le permite gestualidad corpórea y acrobacias. Hábil recurso que sirve para reforzar el toque bufonesco. El resto del elenco está magnífico en cada una de las intervenciones.

La aportación de Lluís Homar ante semejante virtuosismo no hace sino elevarse. Su príncipe Don Fernando es un personaje interesantísimo, que destaca por su resistencia pasiva, sedimentada en una profunda fe católica. No es un atormentado príncipe danés, pero sí destaca por su quietud y falta de acción. Es un ser en constante reflexión, que recuerda a sus adversarios la mortalidad del ser humano. Homar construye un protagonista apaciguado en el alma, del que brotan pinceladas de humor. Su proyección es sobrecogedora, sin altisonancias, y su dignidad y entereza desesperan no sólo al monarca, sino al público. Ofrece así Homar un príncipe que elige, y que se muestra dueño de su propio destino, tal y como Calderón quiso para su protagonista. Esa terquedad de espíritu tan bien construida por Lluís Homar, hace que encuentre resonancias entre el personaje calderoniano y el del general británico del filme El puente sobre el río Kwai.

La estética queda sostenida a lo largo del montaje a través de un diálogo sensacional entre artistas visuales (la escenografía y el vestuario están a cargo del ya mencionado Lluc Castells y la excepcional iluminación es de Juan Gómez – Cornejo) y dirección escénica (Xavier Albertí). Acertado también es el uso del cuarteto de cuerda (cuarteto Bauhaus), que se entremezcla en las acciones para reforzar el dramatismo. Las transiciones entre pasajes, con movimientos escénicos perfectamente calibrados, se producen además en un devenir continuo, sin rupturas ni interrupciones.
Ahora bien, si en el montaje brillan intérpretes, escenografía, iluminación y música, lo hacen porque colocan al texto en el epicentro de la obra. Con la sensacional quietud interpretativa, la perfecta dicción y el ascetismo estético, el drama calderoniano simplemente resplandece.
La clá
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El príncipe constante. Teatro de la Comedia.
Inicio 2021 – Compañía Nacional de Teatro Clásico (mcu.es)
Duración aproximada: 120 minutos.
Imágenes de escena de Sergio Parra. Cortesía equipo prensa Teatro Comedia.