
Tengo una amiga que tenía casa en El Escorial y tuvo que venderla porque el Monte Abantos, al fondo, le angustiaba. La venta estuvo unida a una separación sentimental y a una fuerte depresión. Ya saben que la virtud de cualquier escritor es generar paisajes sentimentales con los que cualquiera puede sentirse identificado, y decir aquéllo de “está hablando de mi”. Veo El mal de la montaña pensando en que su dramaturgo, Santiago Loza, tiene que haber conocido a mi amiga, de otra forma no se explica. O sí…
El argentino Santiago Loza es un reputado cineasta y dramaturgo, con una extensa obra entre la que destaca He nacido para verte sonreír, montada por Pablo Messiez. Dos actores, Francesco Carril y Fernando Delgado-Hierro son unos apasionados de la obra de Loza, y con el apoyo de Buxman Producciones y Teatro Español, han llevado el montaje de El mal de la montaña a la sala pequeña del Español. La obra tiene el sabor de sus productores kamikazes: una obra con elenco joven, dirigida a nuevos públicos y con un relato diferente al habitual, muy influido por el lenguaje audiovisual y, por supuesto, con dinero invertido en una escenografía mimada.
En El mal de la montaña (de la que me gusta todo, menos el título) es una obra a cuatro voces de unos personajes de un mismo círculo: Ramo (Luis Sorolla), Pamela (Ángela Boix), Tino (Fernando Delgado-Hierro) y Manu (Franscesco Carril). En un piso compartido, con humedades y muebles viejos, y que sólo puede ser un piso alquilado, habitan estos personajes. Lo único que saben hacer de manera colectiva es cantar en karaoke, porque lo que es relacionarse lo practican poco. El texto está montado con monólogos encubiertos de diálogos y en los que la narración no pretende ser necesariamente equitativa. No interesa que cada personaje tenga la misma reserva de minutaje, ni siquiera que se sepa cómo se va a desenvolver su historia. Santiago Loza lo plantea como una captura de pantalla a la vida de estos cuatro personajes.
En la dirección de Francesco Carril y Fernando Delgado-Hierro hay un ritmo logrado a una historia que presenta varios retos para su narración en vivo. Carril y Delgado han encontrado ese punto sostenido de embrague que permite que la historia avance sin perder el efecto buscado de ralentí. En cine es fácil jugar con la lentitud, la música y las imágenes en movimiento de coche siempre ayudan. La virtud de este montaje es que las historias avancen como un continuum en el que el espectador mantenga el enganche. Hay incluso un juego clásico de comedia de situación, con entradas y salidas por los costados que aporta un grato elemento de sorpresa a cada situación.
Las historias cruzadas de estos personajes despiertan, permítanme, un amargo recuerdo de juventud. El feísmo del piso y toda esa pesadumbre sobre los hombros son signos de insoportable juventud. Estos cuatro personajes veinte-treintañeros viven en un paraje entrópico que son ellos mismos. Cada uno se mira a sí mismo y a sus obsesiones, y no cree que haya esperanza para ninguno de sus anhelos. Uno siente que la ruptura con su pareja ha tenido una espantosa escenificación. El otro, en un arranque de misoginia, aventura que su vida con una administrativa sería mejor. El tercero lleva su violencia interior hacia la agresividad. La última vive acongojada por la ruptura y la montaña le subyuga.
Cada uno de los personajes es un Gregor Samsa encerrado en la opresión de su propia tristeza. Pero curiosamente esta actitud, este nihilismo propio de esos años, lo percibo (y esta parte es personal) como un signo absoluto de juventud. Esa neurosis la acompaña Guillermo Felipe de un vestuario en tonos marrones, vinculado a una actitud apagada de cuatro personajes que, sin embargo, relucen por su belleza y juventud.
Los actores se van cediendo el testigo en un trabajo bien hilvanado en el que se crea una cadencia que permite que el sabor amargo crezca hasta un final acongojante soportado por el buen trabajo de Ángela Boix. El tono de solitud se soporta en un andamiaje que, con fina ironía Luis Sorolla, Fernando Delgado-Hierro y Francesco Carril han ido construyendo en sus melancólicos pasajes previos.
Termino con la luz de este montaje que es un trabajo superlativo de Paloma Parra. En una pieza donde los estados de ánimo contagian el ambiente, la iluminación se convierte en ese elemento absoluto que permite que el tiempo se sostenga y avance. La luz es de tal delicadeza que se diría es una presencia más en este montaje de juventud y estados sentimentales sostenidos.
La clá
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Teatro Español
Duración aprox.: 90 minutos.
Imagen de José Alberto Puertas. Cortesía Teatro Español.