La clausura del amor. Teatro Kamikaze, Madrid.

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Entra Israel Elejalde (“Isra” en la representación), con vaqueros y camiseta, en alto. Gesticulando excesivamente, con la voz subida un par de tonos, en lo que claramente es una bronca de pareja. Empieza a vomitar un discurso entre ególatra, pedante e hiriente. Enfrente, Bárbara Lennie (“Bárbara”), le planta cara inmóvil, incólume. Una breve caída de hombros, un gesto quitándose las lágrimas, y un súbito arranque hacia delante cuando él menciona a los hijos. Pero ni una palabra. Él le pide que espere, que necesita sacarlo todo. Ya no la quiere. La ha querido sí, pero ni su cuerpo, ni su cabeza, ni su forma de ser, le seducen ya. No se habla de otras. El amor simplemente se ha esfumado. Así de crudo y llano se lo dice, se lo grita, se lo disecciona. Cuarenta y cinco minutos largos de oratoria que se convierten, súbitamente, en un repertorio poético o musical. Parece que hay un “tema” por cada parte del soliloquio. Su amor es como el edificio Dakota, en el que Lenon y Ono vivieron su amor hasta el disparo del loco asesino. Hay pasajes dedicados a los recuerdos, a los hijos, a la vida íntima…

Llega el fin del primer asalto, y para digerir lo que sigue, un interludio musical, que es como ese helado de menta que se sirve entre plato y plato para degustar mejor lo que vendrá.

Tornan los papeles. Isra da la espalda al público en este nuevo embiste. Bárbara sacará toda la furia, toda la rabia física contenida. Como un torbellino le devuelve a bofetadas verbales las palabras. Le espeta que es un charlatán y un mísero. Toda la vida en pareja, los hijos y los recuerdos no pueden quedar reducidos a algo pasajero y desprovisto de sentido. Ella estalla en un torbellino de emociones. Todavía le quiere, pero él la ha hecho añicos y, cuando él rechace una desesperada propuesta de retorno tendida por la mano de ella, la herida se hará ya irreparable. Con una mezcla de orgullo y de loba herida le clama que a partir de ahora no cederá en nada. El discurso se tornará así en una réplica al “set list” de ataques que él previamente ha interpretado. Entre los momentos más desgarradores está la mención a los hijos, y el nuevo estado bélico en que él ha colocado a la familia. Hacia el final, el más bello pasaje, en el que ella, a golpe de “me lo quedo”, rememora los recuerdos de toda una vida y de veranos en común.

La representación corta como empieza, en alto, en mitad de la bronca definitiva e irreparable. La obra se llama “La clausura del amor” porque tiene algo de cierre, pero es en realidad una espiral de destrucción en la que el otro, por muy querido y cercano que sea, se convierte en enemigo. Pascal Rambert, autor de la pieza, ha construido una pieza teatral al más puro estilo de Sartre. En la conversación las palabras se convierten en “bayonetas” colocadas en posición de disparo frente al otro. Bien le iría a “La clausura del amor” el cierre lapidario de “A puerta cerrada”. Continuons, podría decir Isra.

El texto de Rambert da para hacer un ejercicio de destilería literaria. Los personajes hablan de teatro. Isra cita a Bárbara en un escenario vacío, probablemente su lugar de trabajo. Hay pasajes explícitos hacia el cuerpo del otro y los momentos íntimos en la cama. Aquí la violencia emocional ejercida entre ellos alcanza su momento álgido. El patio de butacas está prácticamente sin aliento. De forma súbita la pareja está compartiendo los detalles físicos de su relación, algo que normalmente queda en la intimidad más absoluta.

De la puesta en escena de “La clausura del amor” logro identificar tres signos de su fuerza y del desgarro emocional que provoca. El primer signo es colectivo. Ni un móvil, ni una tos, ni un movimiento apenas entre el público. Israel Elejalde y Bárbara Lennie imantan con su diálogo envenenado. El segundo signo es individual. Hay algo muy poderoso y sincero cuando la historia conecta con un público joven, de mediana edad e incluso anciano. Y el último es personal. Sigo con resaca de la obra, y esa huella es la que suele quedar con experiencias emocionantes.

Sobre Israel Elejalde y Bárbara Lennie sólo se puede decir que están superlativos interpretando un texto tramposo, duro y a ratos pedante. Física y emocionalmente la pieza es extenuante siempre, claro está, que se represente desde el compromiso absoluto, que es lo que hacen Elejalde y Lennie. En turnos, cada uno debe exteriorizar el momento preciso en que “la vida en el otro” se hace trizas. Esa caída libre, en barrena, es la que hacen vivir al espectador, precisamente en el Kamikaze.

La clá

www.lacla.es

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Teatro Kamikaze.

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