El Precio. Pavón Teatro Kamikaze, Madrid.

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Hubo una época en Madrid en que la cartelera rebosaba obras de Arthur Miller y David Mamet, y debo confesar que estoy entre los que sufrieron cierta sensación de empacho, aunque fuesen grandes clásicos puestos en escena con una calidad sobresaliente. Unos años después la “milleritis aguda” ya es asintomática, y acudo con interés a ver “El Precio”, escrita por el dramaturgo americano en 1968  y dirigida por Silvia Munt en esta producción que se estrena en el Pavón Teatro Kamikaze.

En esta obra menor de Arthur Miller, el autor se atreve a adentrarse en algunos de sus propios demonios familiares. La maestría del dramaturgo americano fue su icónica capacidad de retratar el devenir de la sociedad y de la economía americana a través de historias tremendamente cotidianas. En El Precio repite su fórmula mágica, aunque en esta ocasión especiará la trama con referencias personales. Victor Franz (Tristán Ulloa) es un sargento en su cuarentena, casado con Esther (Elisabet Gelabert), que se ve empujado a vender los muebles familiares porque el apartamento en que se apilan está situado en un edificio a punto de ser derrumbado. Para ello llamará a un tasador (Eduardo Blanco) y a su propio hermano (Gonzalo de Castro), al que no ve desde hace más de dieciséis años. Todos coincidirán en tiempo y lugar el día en que se trate la venta de los muebles.

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En la escena de arranque, Victor y Esther realizarán la labor de colocar las cartas sobre la mesa. En su conversación matrimonial se irán deslizando retales de la historia familiar. Victor aparcó una vocación científica por cuidar al padre viudo. Su hermano, el eminente doctor Walter, se desentendió y pudo estudiar y desarrollar una próspera carrera profesional (algo parecido ocurrió entre Arthur Miller y su hermano, donde Miller fue el privilegiado por los estudios). En la conversación matrimonial se irán pincelando los caracteres. Victor es el gran héroe americano: honesto, trabajador, sacrificado y casi salido de una película de Frank Capra. Tristán Ulloa irradia las cualidades de este tipo de héroes, personificados en cine por James Stewart y su George Bailey en Qué bello es vivir. Ulloa se desenvuelve como un tipo apaciguado y sereno, inteligente, empático, pero con los cimientos de su personalidad bien colocados y, por tanto, capaz de sacar el carácter. Construye un solventísimo Victor, del que adivinamos una cierta insatisfacción de mediana edad, pero también un sólido afecto a su mujer y su familia. El personaje de Esther está mucho más desdibujado, lo que dificulta una toma de postura. Su grado de insatisfacción social es claramente superior al de Victor, tiene un punto de coqueta, se le adivina cierta tendencia a la bebida, pero es a la postre una mujer corriente. Este último rasgo es el que más ausente está en la personificación de Elisabet Gelabert, que convierte a Esther en un ser que irradia carisma y vitalidad, virtudes que deben emborronarse en esta mujer. En su regreso hacia el final de la obra tendrá otro empaque, de tono más derrotado y, por tanto, mucho más interesante que el mostrado al inicio. El tasador es un bufón delicioso y un caramelito para un actor que sepa paladearlo, como es el caso de Eduardo Blanco. Un nonagenario astuto, trilero y vivido. Por último, está Walter, un personaje decepcionantemente dibujado por Miller. Le sobran aforismos y sentencias, y le falta un desenlace que no mostrará en la obra. Es como si se adivinase que es un estafador vestido de exitoso médico, pero parece que el espejo de Miller no quiere devolverle un reflejo nítido, y se queda en un tipo egoísta, del que no se acaba de entender qué le mueve a reencontrarse con el hermano. Gonzalo de Castro representa perfectamente al tipo exitoso y embaucador, que afronta la mediana edad profundamente insatisfecho. Como el glotón no saciado.

La puesta en escena, el trabajo actoral y la dirección artística de esta obra son notables. Destaca la gran escena entre Tristán Ulloa y Eduardo Blanco enredándose en la tasación de los muebles. El cara a cara entre los hermanos mantiene en su justa medida la pulsión dramática, y es en definitiva un Miller levantado con precisión y alta calidad.

Lo que falla en esta obra, me van a permitir la bravuconada, es el propio Miller. Usar la venta de los muebles familiares como catalizador de la historia familiar es un truco muy efectista. Cualquiera que sea vea en una herencia se enfrentará a los mismos comentarios una y otra vez. No confunda el valor afectivo con el real. Los muebles ya no valen nada. Y es una verdad absoluta, un signo de la evolución y del paso del tiempo. Aunque fuese Chéjov y su jardín de cerezos el que más punzantemente reflejase esta verdad.

En el revés de la cara, Miller no acertó con los personajes de este drama. Su héroe es un tipo de los años cincuenta, no de la segunda mitad del siglo XX. Su antihéroe no acaba de desenroscarse, y sus motivaciones para ver a su reencontrado hermano son difíciles de creer.

Dicho ésto, un Miller es siempre un Miller, con historias cotidianas y a la vez íntimamente universales. Con frases épicas como “la suerte uno no sabe si se ha tenido hasta el último momento”, o comentarios hilarantes como el del tasador respecto a una sociedad que requiere licencias para todo. Hoy día, dice el chamarilero, sin licencia lo que le queda a uno es subirse a lo alto de un edificio y tirarse por el hueco del ascensor.

Para los que lleven un tiempo añorando un buen Miller sobre las tablas, El Precio es una producción que sacia ese hueco, con un reparto muy solvente, en el que destaca Tristán Ulloa, con su maravillosa voz templada, y su pose de James Stewart, y Eduardo Blanco, encorvado, argentino e hilarantemente cómico.

La clá

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Pavón Teatro Kamikaze

https://teatrokamikaze.com/

Imágenes cortesía del Pavón Teatro Kamikaze. Fotógrafo Javier Naval.