Muchos de los que vamos a acudir al Pavón Teatro Kamikaze lo hacemos envueltos en una aureola de nostalgia. No quiero ni pensar la que deben haber vivido los actores y el equipo que montó esta función mítica, allá por el año 2009 en el Teatro Lara. En la presentación al público de la obra en su ensayo general este pasado martes, Miguel del Arco ironizaba: “vamos a dar la función por hecha”. Se cierra así un ciclo de diez años, en el que la conclusión es que estamos estupendos.
Pillé la obra unos meses más tarde del Lara, en la Sala Pequeña del Teatro Español, y unos meses antes de que naciera este blog, lo que no parece casual. En ese año 2010 se montó muy buen teatro en Madrid. Mario Gas, al frente del Teatro Español, apostó por esta compañía kamikaze que había dado mucho que hablar en el lobby del Lara. Fue el mismo año de Días Estupendos de Alfredo Sanzol en el CDN, Sweeney Todd en el Teatro Español, o de Macbeth de Cheek by Jowl en el Festival de Otoño.

Imagen de la función original, allá por el 2009. Cortesía del Pavón Teatro Kamikaze.
Retroceder a La función por hacer, es como volver a esos meses previos en los que bullía Madrid con buen teatro, y en el que este blog todavía era una chispita en los ojos de quien lo escribe.
Coincidiendo con la representación, muchos otros espectadores han estado recordando lo que fue La función por hacer, y han compartido en medios y redes sociales el poso que les dejó en este tiempo. Yo recuerdo la sensación de un elenco amplio de actores jovencísimos, que entraban y salían por todos lados, rompiendo los espacios de representación. Era una sala de cuatro esquinas, y por ella acampaban a sus anchas unos personajes desorientados, pero con muchísima energía. Tal era la naturalidad que había incluso una percepción (falsa) de amateurs.
Diez años después el mismo elenco vuelve con la obra que fue el estallido del espíritu kamikaze. En este tiempo han ocurrido muchas cosas, y el elenco ha desarrollado juntos, y por separado, nuevos proyectos, algunos montados en un teatro que les es propio. El montaje de La función por hacer también deambuló por otros escenarios en estos años, como La Abadía o festivales teatrales en Italia o Uruguay. Sin embargo, es en este año 2019 cuando la obra finalmente se reivindica y celebra como el comienzo de algo propio. De manera acertadísima, el pasillo circular del teatro homenajea este merodear de los kamikazes por los escenarios con un timeline museístico. Si algún productor audiovisual se siente astuto, la historia kamikaze merece un recorrido retrospectivo a modo de documental, intercalando los pasajes bonitos, y también los difíciles, más vinculados a los quehaceres de la dura gestión. El nuevo género documental está viviendo grandes éxitos, y no todo deberían ser casos de memoria histórica respecto a la corruptela o el amarillismo periodístico. No estaría de más una ficción documental sobre la historia reciente de nuestro teatro.
Paréntesis aparte, lo cierto es que volver diez años después a la butaca de La función por hacer tiene algo de regreso al pasado. El patio de butacas ha sido reformado para la ocasión, formando un cuadrilátero, rememorando los espacios iniciales de representación. En su morada actual, los asientos de las primeras filas han sido levantados y situados al fondo.
En cuanto empieza la representación, se produce un chute de imágenes retrospectivas, y súbitamente toda la trama y el desarrollo de la historia vuelven a la memoria. Sobre las tablas una pareja (Miriam Montilla y Cristóbal Suárez) discute en torno a una obra de arte. Es una conversación al uso de los dramas de pareja, con alguna interjección que luego tendrá contexto en lo que vendrá. Los dos reflexionan delante del cuadro, “la forma de mirar es tan subjetiva como eso que es mirado”. Se anticipa el desdoblamiento que se producirá de forma totalmente brusca cuando, al poco tiempo, interrumpan el diálogo cuatro figuras entre tétricas y estoicas: Israel Elejalde, Bárbara Lennie, Manuela Paso y Rául Prieto.
Pronto sabremos que estamos ante meta-teatro. Una función, que parece serlo, se ve interrumpida por otra que está por hacer. Inspirada en la obra de Luigi Pirandello (Seis personajes en busca de autor), Aitor Tejada y Miguel del Arco construyeron una adaptación que ironiza sobre el teatro, a la vez que reflexiona sobre el sentido de la vida. A momentos, los actores parecen replicantes perdidos en un mundo fantasmagórico en el que el autor (o el ingeniero robótico) se mimetiza con Dios.
Israel Elejalde lleva la carga del peso filosófico de los diálogos, explicando su abandono, y su necesidad de vivir a través de la representación. Ellos, como personajes dramáticos, reviven cada vez que su tragedia es rememorada. Bárbara Lennie, la más pasional, arranca esa ansia vital, necesita repetir su historia. Manuela Paso conmueve en su gesto agarrotado, apresada dentro de su papel, demostrando que los personajes son seres vivos: mucho más vivos que la gente que se cruza por la calle, aunque menos reales. Rául Prieto es pura energía a punto de desbordar, como una olla a presión que durante hora y media parece a punto de estallar. Un personaje que carece apenas de oratoria, que todo debe verbalizarlo a través del cuerpo, con los gestos temblorosos, los bramidos del pecho, despidiendo energía en estado puro.
Viendo a los actores resulta emocionante ver la construcción aportada por la madurez. Ha desaparecido esa sensación de juventud y energía descabalgada. Probablemente como público, también hemos crecido. Y el choque inicial de tener a un grupo de actores saliendo de los cuatro costados ya no tenga ese efecto sorpresivo. Por el contrario, como espectadores hemos aprendido a conmovernos con mayor facilidad y a apreciar la construcción de los actores. El poder de entrar en escena a soltar una perorata, a dolerse por la muerte de un hijo que no existe, a supurar la rabia interior, a dar rienda suelta a las pasiones, a mostrar un total desconcierto… Diez años después, los actores traen a estos personajes desorientados, el conocimiento de muchas obras y muchos otros personajes.
El texto ha aguantado bien el paso de una década. La dirección ha sabido acoplarse a los nuevos atributos de los actores, al nuevo espacio. Si se montase hoy, por primera vez, quizás sería recomendable algo de recorte a algunos pasajes. El público también ha madurado, y no requiere de tanta explicación sobre el por qué de estos cuatro personajes en busca de un autor. Maravillosa, por cierto, la iluminación de Juanjo Llorens, probablemente uno de los elementos dramáticos más poderosos de esta nueva interpretación del clásico kamikaze. Los actores deambulan, a ratos perdidos, pero el haz de luz da con ellos.
Vuelvo a una de las reflexiones iniciales. El teatro está para ser visto también en la televisión. Triunfaría un docudrama con algunos de los kamikazes explicando su trayecto hasta aquí. Lo que han hecho y lo que les queda por hacer.
La clá
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La función por hacer. Pavón Teatro Kamikaze.
Imágenes cortesía de prensa Pavón Teatro Kamikaze. Fotógrafa versión 2019 Vanessa Rabade.
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