El verano es época propicia para las lecturas biográficas que requieren, por lo habitual, grandes dosis de monotonía para acompañar lo que en cualquier otro momento podría llevar al cansancio. Leer, por adición, una autobiografía supone realizar un ejercicio paralelo entre lo que se lee (siempre tergiversado y normalmente edulcorado por su protagonista), y lo que desde otra óptica pudo ser. Hacia el final de su vida, el actor y director británico Laurence Olivier (1907 – 1989) publicó sus memorias bajo el subtítulo “Confesiones de un actor”, adoptando desde el inicio una postura clara. Olivier, considerado probablemente el ideal del actor británico, se autoproclama intérprete por encima de sus otros oficios, nada desdeñables, por cierto. Fue cabeza de varias compañías teatrales, gestor empresarial de innumerables producciones y, quizás el rol más institucional, Director Artístico y fundador del National Theatre durante una década. Probablemente tomase un poco en serio la genialidad de su amigo y dramaturgo Noël Coward, que en una ocasión le comentó que, en puridad, la única utilidad del director teatral sería evitar que los intérpretes fuesen chocándose entre sí.
Si sus memorias están plagadas de anécdotas y comentarios sobre compañeros ilustres (Ralph Richardson, Peter Brook, John Gielgud, David Niven, Stewart Granger…), el hilo conductor será siempre el reto actoral en cada momento de su carrera. En su vocación fue decisiva la figura del padre (pastor anglicano) que le dirigió hacia la profesión. Su pasión inicial no fue hacia las tablas, sino hacia un impulso exhibicionista, e incluso hacia el arte de decir mentiras. Una buena mentira no es más que una interpretación convincente, dice Olivier, que confiesa que a ratos usó en su vida real la interpretación como recurso.
El inicio de su carrera estuvo condicionado por la vestimenta. Como todo actor británico de principios de siglo XX, uno tenía más posibilidades de ser contratado en una compañía si disponía de un buen guardarropa. Ya en aquellos años, existía una gran atracción hacia la profesión. Olivier se manifiesta diciendo que se trata de un oficio sobrepoblado, que despliega una atracción fatal hacia quienes se dirigen a él. Los ingredientes para el éxito son además diversos, se requiere una buena dosis de suerte, que deberá acompañarse de talento y destreza. Estos atributos configuran su percepción del oficio, que define a la manera medieval, como una artesanía o “mettier” y con un fin de servicio. Fue trabajador incansable, con más de una centena de producciones teatrales, películas y series televisivas. Su actitud frente a su carrera es, a ratos, contradictoria. La enorme pasión y la atracción absorbente hacia la interpretación, son la cara amable. Olivier en sus reflexiones es tajante: a excepción de algunas comedias exitosas, el oficio de actor no se disfruta. Los personajes intensamente dramáticos y, en especial, los personajes “castigadores” (como son, Othello, Macbeth, Lear, Titus…) no llevan al deleite. Su interpretación se vive de la misma forma que se corre una maratón.

Lauren Olivier, Vivien Leigh. Cleopatra de Shakespeare.
Siendo, junto con John Gielgud, uno de los actores shakespearianos de referencia, no puede obviar el reto constante que supuso afrontar los grandes roles del dramaturgo inglés. En sus inicios, comenta, fue juzgado como un incompetente para los roles clásicos. El motivo: la naturalidad con la que recitaba los versos. Al final de su carrera se mofa de esas críticas tempranas y defiende que desde joven entendió que el verso debía ser recitado de una forma más natural y menos pomposa de lo que venía haciéndose. Con ello se apartó de la musicalidad defendida por Gielgud y abrió un nuevo camino en la interpretación de Shakespeare. Entre todos los personajes shakespearianos, Olivier dedica especial atención a Macbeth, Titus Andronicus y Othello. Del primero, dirá: “Macbeth es el monstruo imposible de Shakespeare”. La producción de Titus Andronicus, dirigida por Peter Brook, y co-interpretada con su segunda mujer, Vivien Leigh, fue un proyecto complejísimo. De entrada, por la elección de la obra, que hasta entonces no entró nunca en el repertorio habitual de Shakespeare. La obra es terriblemente sangrienta y físicamente extenuante. La violencia en el escenario tenía su continuación en la vida personal del matrimonio, con Leigh en pleno apogeo de sus crisis maniacodepresivas. Othello llegó años más tarde, sin que nunca hubiese interpretado al mismo por considerarse inadecuado para este papel. Se preparó a conciencia, acudiendo a un profesor de voz con quien lograría bajar un par de tonos su timbre de voz. Olivier reconoce que durante toda su carrera se aplicó con la mayor disciplina hacia cualquier acento. Mítico es también su papel como Ricardo III, al que contribuyó inventándose un nuevo timbre de voz para este perverso personaje.
Como en toda biografía de persona muy vivida, hay anécdotas e historias sobre coetáneos. La más sabrosa es la que dedica a Marylin Monroe, actriz con quien rodó la película El príncipe y la corista. A ella se refiere en no pocas ocasiones como modelo, y no como actriz. Fueron notorios los desencuentros durante el rodaje, y Olivier consideró al icono como un ser ordinario a quien la cámara transformaba, haciendo visibles unos atributos de otra forma inexistentes para el ojo desnudo. Con Winston Churchill compartió varias veladas. En una de ellas Churchill reflexiona sobre la profesión de actor, sugiriendo la carga pesada que deben llevar los intérpretes dramáticos con tantas palabras amontonadas en la cabeza. El político fue asiduo al teatro, donde siempre compraba tres entradas, una para su hija, otra para él mismo, y otra para su sombrero y abrigo.
Una parte importante de la autobiografía está, cómo no, dedicada a su tormentosa relación con Vivien Leigh. Y a su posterior y más pausado matrimonio con Joan Plowright. Su cuarto matrimonio puede decirse que lo contrajo con el National Theatre de Londres, en el que montó compañía propia en la que se labrarían actores como Albert Finney, Anthony Hopkins o el gran Michael Gambon.
Entre las vivencias más sorprendentes está la narración sobre los episodios de ansiedad vividos por el actor a lo largo de su carrera, en especial a partir de sus años de máximo reconocimiento. El monstruo de la angustia le abatió sobre el escenario en más de una ocasión, conociendo el terror del miedo escénico y la opresión paralizante en el pecho. Tuvo que ser sustituido en alguna ocasión, y en épocas especialmente asfixiantes llegó a pedir que no le mirasen a los ojos sobre el escenario para lograr así rebajar la carga de la interpretación.
Laurence Olivier trabajó y vivió hasta la extenuación. Fue seguramente en su vida personal un ser no del todo tolerable (el artista, se justifica, debe ser esencialmente egoísta), pero su autobiografía aporta muchas y jugosas anécdotas y, sobre todo, una reflexión en primera persona sobre el oficio de actor.
La clá
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Laurence Olivier. Confessions of an actor. Simon & Schuster.
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