Una costilla sobre la mesa. Padre. Teatros del Canal.

Angelica Liddell pasó, muy esperada, por los Teatros del Canal. En “Una costilla sobre la mesa. Padre”, presentó una de las caras del díptico sobre sus dos progenitores. Su nueva pieza está construida sobre el texto de poesía dramática publicado por La Uña Rota, editorial que ha sabido cuidar y mimar esa caja de Pandora que son los textos de Liddell y que acompaña con las atractivas portadas del ilustrador Ramón San Miquel.

En “Una costilla sobre la mesa” (Ed. La Uña Rota, 2018), Liddell se adentra en una escritura fragmentada, de pasajes que se escupen como balines y otros más largos en los que entra a bocajarro en el proceso degenerativo y de muerte de su padre y encara los sentimientos de culpa, asco, deseo y soledad de la experiencia. Su escritura avanza hacia las postrimerías en las que aguardan la muerte, el juicio y el infierno. La gloria, en este caso, queda arrinconada y solo puede sustituirse por el sexo.

En la creación de esta autora hay una combinación de muerte y belleza que la ensamblan con una tradición estética fuertemente europea. En sus letras y en su producción escénica encontramos la cólera veneciana y la belleza del joven Tadzio de Thomas Mann, la putrefacción daliniana con los bellos cuerpos desnudos de una piel blanca transparente.

De Angélica Liddell me resulta poderosamente atrayente el juego de dualidad que ha sabido defender. Es una laureada autora dramática, y es precisamente en sus textos (su intelectualidad) donde reside su fuego. Su poesía dramática se mueve entre constantes dualidades: cuerpo – muerte, deseo – abandono… La más patente es el entrelazado de sus vivencias con el de su toma de postura intelectual. En “Una costilla sobre la mesa”, el padre agoniza en el hospital mientras ella vuelve de manera obsesiva a los recuerdos napolitanos del cuadro de CaravaggioLas siete obras de misericordia”. Mientras narra los pestilentes olores y quejidos de los pasillos hospitalarios introduce pensamientos estéticos sobre el fin último de la creación, que es el arte de lo irrepresentable. O sobre el valor de cualquier crítica, que no es sino “papel mojado, columnas inconsistentes, escribir sobre el agua”.

Liddell, sin embargo, ha entendido su escritura como un medio que debe ser representado, y su poesía dramática nace para ser ejecutada, o más bien exorcizada.

Su vocación transgresora le ha llevado a ganar un público fiel y adepto que acude en procesión a sus espectáculos. Actores, intelectuales, pero también jóvenes mochileros en peregrinaje, llenan su patio de butacas. Liddell no ha sido la primera en hacer lo que hace, pero ha tenido la inteligencia y la osadía de masificarlo y llevarlo a un patio de 400, 500, 700… localidades.

angelica liddell TEATROS DEL CANAL fotografiado por el fotografo Pablo Lorente

En su último espectáculo Liddell coloca sobre el tapete el contraste entre dualidades y contradicciones. El manifiesto estético se plantea al más puro estilo plástico contemporáneo. El escenario es de un blanco quirúrgico sobre el que aparecen los personajes para ser devorados. Se trata de una plasticidad muy similar a la del artista británico Damien Hirst, con sus animales disecados en formol, o al italiano Maurizio Cattelan, con su conocida taxidermia del caballo suspendido. Así Liddell hace aparecer un burro sobre el escenario, sin contexto ni aparente sentido. El arte, dice ella, debe estar al servicio de lo irrepresentable, que es la realidad. Sin embargo, su estética, de marcada influencia conceptual y surrealista, deja pistas que permiten anclarla en su escritura. Ese burro salido de la nada puede asociarse con los caballos del recinto militar en el que trabajó el padre en Figueras.

La pieza arranca con la escucha de La niña de la puebla y su bellísima “En los pueblos de mi Andalucía”, en una antesala que genera la incertidumbre ante la seguridad del azote que se viene. La canción se reproduce entera para dar paso a la artista que entra gimiendo y mascullando la tonadilla. Arranca así con la que es quizás una de las partes más poderosas del espectáculo: Liddell de negro luto, con el cadáver del padre sobre una camilla fría, espetando pasajes de su texto original a grito vivo, mientras sus brazos coreografían su propio gemido. “Te miro”, se duele, “pero no aprendo nada”.

Lo que viene a continuación son sucesivas escenas en forma de retablos, que se abren y se cierran con imágenes religiosas proyectadas sobre el telón, y el embriagador efecto de arias clásicas subidas de volumen para penetrar en el oído (y cuerpo) de los espectadores. El rito católico aparece como referencia religiosa constante, tanto en la Virgen María, como el incienso, como en el Padre Nuestro declamado.

angelica liddell TEATROS DEL CANAL fotografiado por el fotografo Pablo Lorente

Con el fuerte olor a incienso aparecen cinco mujeres jóvenes, totalmente desnudas. Como las gracias de Rubens se pasean por el escenario, siguiendo una absurda coreografía sin fin ni propósito. Son las muchachas, tres veces gordas, que aparecen en su texto, y la referencia a esa obesidad carnal que dejamos en el mundo cuando morimos. Nuestra grasa nos aplasta hasta finiquitarnos. De nuevo su surrealismo se vuelve conceptual y legible.

Liddell usa también hábilmente la imagen de estas mujeres para buscar otro efecto, el de la sexualización de su espectáculo. Y juega a la obscenidad del espectador, de la misma forma que en sus textos embiste al lector con la obscenidad de sus pensamientos.

angelica liddell TEATROS DEL CANAL fotografiado por el fotografo Pablo Lorente

Tras este buscado impacto visual entra el actor Oliver Laxe a gritar otro pasaje de su texto. Si el arranque había sido poderoso, el griterío en francés de su poderosa escritura deja indiferente. Se pierde el lamento y el quejío que ella ha encarnado. El alarde de voz de Laxe se hace largo.

El montaje vuelve a coger garra con la escena hospitalaria del padre. Él, desnudo con un pañal, cuelga de unas amarras, mientras ella, vestida con traje de fiesta azul y abrigo de pieles juega a sus dualidades. La aparente dulzura de la hija entregada que recuerda películas de vaqueros se torna, como mantis, en bestia oscura. El diálogo entre la hija agotada y el padre demente, interpretado con fuerte presencia por Camilo Silva, coge fuerza. Ella intercala pasajes estéticos de Gilles Deleuze, mientras se hace conducir en silla de ruedas.

Fiel a su carácter provocador, Liddell embiste con un arte que lleva desde sus inicios personificando en su cuerpo. Nos dedicará al público una meada en directo, un tocamiento en vivo, un escorzo daliniano (Sueño causado por una abeja, 1944) con el padre desnudo encima. Ella, si pudiera, iría más lejos (con una fornicación en vivo), pero no creo que alcanzase con ello un grado superior de estupefacción. Su público se ha ido inmunizando a lo grotesco y lo putrefacto, y el tedio (ese que hace viajar a Jeff Bezos al espacio) aniquilará progresivamente su descaro.

Angélica Liddell, la gran masturbadora, es en realidad la gran manipuladora. Su intelectualidad ha sabido encontrar en la decadencia europea un sustrato perfecto del que nutrirse para generar, a ratos, imágenes poderosas. Su genialidad sigue residiendo en su escritura y seguirá teniendo fuerza escénica mientras ella siga expiando su dolor y su culpa sobre las tablas. Su tradición enraíza con el arte feminista adoptado por artistas tan diferentes como la escultora Louise Bourgeois, o la artista del performance Esther Ferrer. En la flagelación de su cuerpo, que en esta última pieza se produce en el grito desgarrado de su voz, hay también un entronque con las mutaciones físicas de la artista Orlan.

La costilla ofrendada por Liddell es poética en aquellos pasajes en los que se produce la cópula entre plasticidad y texto. Invita al recorte y a una propuesta más condensada en la que se produzca esa sincronía entre sexo, muerte, soledad, angustia, grito y estética que sus textos siguen proyectando.

La clá

www.lacla.es

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Teatros Canal

www.teatroscanal.com

Duración aprox.: 120 min.

Imágenes de Pablo Lorente.