
Samuel Beckett (1906 – 1963), fue un literato que encerró en sí mismo varias personalidades. La faceta de novelista y la de dramaturgo y algo más importante, las raíces irlandesas y su personalidad francesa, curtida en la guerra y en la posguerra en Francia. Al contrario que su obra más célebre, Esperando a Godot (1953), escrita primero en francés para luego traducirla él mismo al inglés, la pieza Happy Days (1960) la escribió Beckett en inglés para luego traducirla al francés, bajo el título Oh les beaux jours.
Los días felices es la última obra dramática de larga duración creada por Samuel Beckett. A partir de ella, el dramaturgo comenzó una creación más centrada en piezas de corta duración. El texto sigue la estela del teatro del absurdo, con tintes existencialistas, al que Beckett imprimiría su certificación de origen. Los sesenta harían patente la ruptura con la creación teatral inmediatamente anterior. Los “angry young men” y los existencialistas habían avanzado una forma distinta de escritura dramática, que hacía palidecer de clasicismo al propio Arthur Miller. Si en 1963 la actriz Brenda Bruce triunfaba con Happy Days, al poco el director teatral Peter Brook entronaría la pieza Marat/Sade de Peter Weiss con la Royal Shakespeare Company. Los sesenta también serían una década boyante para las artes plásticas, con nuevos movimientos, como el conceptualismo, los art happenings, el performance art, el minimal art o el land art haciendo entrada en escena. Y al poco, llegaría la reivindicación de las mujeres y el movimiento feminista.

Samuel Beckett estrenó la década con una obra que es un compendio alucinante y premonitorio precisamente de lo que sería esa década de los sesenta. Sobre un montículo (en origen, una ladera de monte simétrica), una mujer de unos cincuenta años, Winnie, se presenta frente a nosotros, en lo que parece una performance artística. Y al rato, como una figura secundaria y plegada, surgirá Willie, un hombre de unos sesenta años.
Frente al espectador una imagen incomprensible, una mujer bien arreglada, semi-hundida en una montaña, con su bolso y sus enseres, soltando un discurso convulso, no se sabe muy bien a quién. Beckett, juguetón, se chotea de la que vaticina será la reacción del espectador. ¿Qué está haciendo?, relata Winnie que comentaron unos viandantes al pasar. ¿Cuál es la idea?, ¿Qué significa?, ¿Qué se supone que significa ésto?…
Efectivamente no se entiende bien de qué va todo eso, qué hace una mujer semi-sepultada en una montaña, bajo un sol desolador, y con un marido cosificado, que sólo aparece de soslayo o para emitir gruñidos. Por el contrario, pienso que el teatro del absurdo beckettiano está emparentado con el surrealismo simbólico, y es por tanto descifrable, y encierra varias reflexiones fáciles de discernir y que siguen emparentadas con nuestro presente.
El director de la producción que estos días se ve en el Teatro Valle Inclán, Pablo Messiez, apunta a la naturaleza absolutamente escénica de esta pieza de Beckett: “Los días felices sólo puede suceder en la escena. Leerla es incluso bastante engorroso. Pero montarla es encontrarse con un mundo que no se parece a nada y que sin embargo nos interpreta directamente”. En nuestras tablas, sin embargo, pocos son los directores que se han animado a montar este clásico. He visto la pieza en una ocasión previa, y fue gracias al Festival de Otoño, con dirección de Deborah Warner y protagonizada por la actriz Fiona Shaw. Para quien no haya visto nunca la pieza, el primer efecto en «do sostenido» es el impacto visual imborrable que genera, y que su descripción no mitiga. Sobre un montículo, una mujer, como aquel Perro Semihundido de Goya, de quien nadie es capaz de decir ni qué hace ahí, ni a dónde va.

En la producción del CDN, Eliza Sanz (escenógrafa) ha creado una imagen mucho más cruenta. A Winnie no le rodea una pradera, sino un montículo de ladrillos y escombros. Visualmente funciona muy bien, con una salvedad. El panel de soles pintados desentona con una mirada estética que sólo hubiera requerido una iluminación feroz sobre esa montaña desescombrada.
Para esta producción Messiez ha contado con su musa habitual, Fernanda Orazi (con quien ha montado Muda, Los ojos) y con Franscesco Carril en el papel de marido. Winnie es un personaje al que se le notan las arrugas. Becket la describe como una mujer preferiblemente rubia, con brazos y hombros al aire, pechugona, y con un collar de perlas. Orazi es una actriz versadísima, que tiene la edad vital de Winnie al alcance de la mano. Con seguridad Winnie no es una papel para una actriz joven, por mucho que tenga las dotes artísticas. Y requiere algo más, la capacidad de irradiar la pátina de neurastenia que Beckett aplicó sobre la protagonista. Winnie arranca el día como una vedette excesiva, recurriendo al bolso (ese enorme símbolo de la feminidad) en el que atesora sus enseres, que son a su vez su refugio.

Orazi ofrece una Winnie que casa a la perfección con el ideal beckettiano, y cuya sensibilidad le permite navegar con maestría a través de las ondas anímicas del discurso, con una modulación que se acopla a cada momento. Orazi parlotea, se ríe, se desespera, grita, llora y vuelve a empezar, en un continuum admirable que impregna con su habitual emoción. Orazi transmite la vitalidad y la enorme tristeza que consumen a esta mujer, atrapada en un día que no es ni mejor, ni peor, que no ofrece ningún cambio, y que sin embargo se presenta como un día feliz.
Beckett proyecta un retrato de la mujer occidental de clase media, que entristece. Nos gusta Winnie, pero lamentablemente Winnie no es un retrato complaciente de la mujer ni del ser humano. Su peine, su espejo, su cepillo, su marido embrutecido, su montaña… son parte de un ecosistema construido por la mujer de mediana edad, que no hace sino recordar los buenos viejos tiempos. Podría ser una gran heroína, pero Beckett le depara un destino cruentísimo para el segundo acto. Hay varios elementos que hunden a Winnie en la tragedia: su estado semienterrado, el homúnculo que tiene como marido, el sol desolador y ese segundo acto que apuntala el ánimo hacia la desesperanza.
Hace más de diez años vi Happy Days interpretada por Fiona Shaw, y su visión causó en mi un impacto estético enorme. En esta ocasión, he quedado noqueada con este montaje fiel a la visión beckettiana, en el que Fernanda Orazi muestra las complejidades del alma de esta mujer semi-hundida. Intuyo que para comprender a Winnie también hace falta que corran los años, y reconocer así la angustia vital del día a día, la calma apaciguadora de una rutina que cada uno crea para lograr que el tiempo recorra suavemente su camino.
Inesperadamente, el montaje de Messiez ha logrado una nueva resonancia con el confinamiento de la ciudadanía. Días que se inician al igual que los anteriores, ni mejores, ni peores, frente a los que luchar para no sucumbir al tedio, la incertidumbre, la claustrofobia, la angustia, la autodestrucción… Días que deben ser afrontados como molinos o gigantes, y que requieren de cada uno, sus mejores armas, la persistencia continua, el auto convencimiento, y un collar de perlas para no sucumbir en el abandono de lo que la pandemia nos ha traído.
Larga vida y gira a este montaje bravo de Los días felices.
La clá
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Los días felices. CDN.
Imagen de Los días felices de MarcosgPunto.
Duración: 80 minutos.
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