
Miguel del Arco
Tiene nombre de poción mágica, verbatim, y hay algo de alquimia en la nueva corriente escénica que, importada del teatro británico, y adaptada a nuestra sensibilidad, se ha instaurado en las tablas de nuestro país. El teatro documento es una vertiente que aborda la realidad social de una forma cruda y directa, tomando como base textos y hechos ocurridos y escenificándolos ante el público. El verbatim es el subgénero de esta corriente, no sólo toma los hechos, sino que reproduce transcripciones literales de investigaciones, comisiones, juicios o sentencias.
El teatro pegado a la sociedad encuentra sus raíces en la década de los sesenta en Inglaterra, tiempos de convulsión política que hacen surgir una dramaturgia y una literatura generacional, conocida como los Angry Young Men, de la que John Osborne será su mayor exponente. En los años noventa, compañías como Tricycle Theatre, emplearán textos reales, asentando el género del verbatim. Desde entonces, se conoce con este nombre a una dramaturgia que apuesta por mantener el lenguaje en su estado salvaje, apegado totalmente a la realidad, sin censuras ni cortapisas, utilizando para ello una reproducción exacta de las palabras.
Si comparamos contexto y auge del género, tenemos el sustrato perfecto para que el teatro documento, que en el pasado tuvo algún ejemplo ocasional, se haya afianzado en estos últimos años en nuestra dramaturgia. Existe una realidad social muy compleja, y un cansancio general de la sociedad frente a instituciones como el poder político, e incluso frente a los medios de comunicación. La crítica se ha instaurado, y en paralelo, una generación de enormes dramaturgos en activo está produciendo textos directos y entroncados con los problemas de clase que se viven en la sociedad. Jordi Casanovas, autor de Jauría, es uno de esos literatos comprometidos, que ha escrito ya varias obras de teatro documento, entre las que destacan esta última, sobre el juicio de la manada, y Ruz – Bárcenas, montada en el Teatro del Barrio con dos actores en estado de gracia, Pedro Casablanc y Manolo Solo.
En charla con Miguel del Arco sobre su última producción, Jauría, comparte lo que ha sido el proceso de creación. Jordi Casanovas aceptó el encargo de escribir una pieza sobre el juicio de la manada, que sentenció a una pandilla de cinco jóvenes a nueve años por abuso sexual a una joven de dieciocho años, durante las fiestas de San Fermín. Los textos que utilizó Casanovas son los que se publicaron por los medios escritos, me explica Del Arco. Se empleó sólo lo publicado en prensa, que fue mucho material, aunque quedaron extractos a los que hubieran querido acceder, como los textos completos del alegato final de la fiscal, pero no consiguieron llegar a ellos, sólo a ciertos pasajes, citados por los periodistas de sala.

Jordi Casanovas
Partes seleccionadas de los textos literales de las sentencias se fueron recortando durante los ensayos. Hay textos en la sentencia que no son teatrales, dice Del Arco, aunque se corrige en seguida. En realidad, sí lo son, pero algunos no funcionaban en escena. Con esta reflexión toca la verdad de este tipo de teatro. Los textos de Jauría son reproducciones exactas del original, palabras que no fueron emitidas en su día con ese propósito, y que luego tampoco han sido dramatizadas o editorializadas por Casanovas. Son las que fueron. La fuerza teatral que súbitamente adquieren se produce cuando llega su ejecución e interpretación. Y del lado dramático, es la versatilidad y la sabiduría de Jordi Casanovas, la que permite cortar y pegar los pasajes literales de declaraciones policiales y judiciales para conformar así un solo corpus dramático, que sea capaz de hacer que el espectador reviva lo que ocurrió una noche de farra en Pamplona.
La gran preocupación de los dos creadores de esta producción, Del Arco y Casanovas, fue lograr la conexión con el espectador: que la palabra, por áspera, dura y real que sea, fuese capaz de conseguir esa conexión. Nuria Espert, cuando acudió a ver la función, le ratificó que lo habían logrado, que la función toca a los espectadores. Precisamente con Espert, Miguel del Arco trabajó sobre otra violación escénica, la de La violación de Lucrecia, en la que la dama de las tablas realizaba la transición por los personajes que conforman esta pieza shakespeariana sobre otra agresión.
Volvemos a la violación real, a la de la madrileña de dieciocho años que subió un fin de semana de Madrid a San Fermín. Le comento que, como espectadora, no es una historia que de entrada apetezca revivir. Es algo con lo que se ha encontrado y que ya le han dicho, me comenta. Él lo califica como la “mirada del accidente”. No quieres verlo, pero luego no puedes apartar la mirada de lo que ha ocurrido. A él lo que le interesa es el efecto de sanación, algo que otra espectadora en un coloquio describió muy bien. Es como una herida abierta que sangra. Pero la sociedad necesita ver, y poner sal, alcohol y algodón, para que, aunque duela, sane.
En torno a la reacción del público, Miguel del Arco explica que ha tenido de todo tipo, la del público que asiste (emocionado), y la del que no. Desde los que pintaron el grafiti (“fuck monetizar dramas”), hasta algunos mujeres de signo feminista se han mostrado en contra de este montaje. Miguel del Arco insiste en su respuesta. Éste no es un montaje para ganar dinero, precisamente. Y en relación a quienes muestran su rechazo, les invita a ver el montaje, para que vean el respeto mostrado hacia la joven.
En cuanto al punto de vista femenino, confiesa que esta obra le ha obligado a replantearse su propia actitud frente a la reacción de la víctima aquella noche. Y precisamente para garantizar que en ningún momento la producción perdiese ese punto de vista de género, incorporó a tres mujeres al equipo que participó en los ensayos: su ayudante de producción, la abogada Lucía López, y la periodista de El País, Isabel Valdés, que cubrió la noticia. Los actores necesitaron el apoyo de la jurista para comprender algunas de las declaraciones de los personajes. No entendían que, como acusados, no se viesen obligados a decir la verdad, como los testigos en el caso. La abogada Lucía López, les apoyó para explicarles las particularidades del proceso penal, y en concreto del derecho de defensa.
La conversación con Miguel del Arco continúa, y toca muchos palos, habla de autores que ha montado en escena, de Strindberg, Molière… los cita, y trae anécdotas de sus biografías.
Al final, lo que más quiere subrayar es la necesidad de esta obra, y del teatro documento, en nuestro contexto social. Por eso se están haciendo funciones especiales de Jauría para institutos y se ha editado una guía para escuelas (escrita por el dramaturgo y pedagogo Nando López). Se reconoce interesado por la antropología, y recuerda que hay comportamientos que llevan años repitiéndose, que están muy entroncados en quiénes somos como sociedad. La ablación es aquí una barbaridad, pero en ciertas sociedades africanas forma parte de su cultura. Por eso defiende que esta obra es necesaria. Y cita a una antropóloga que habla sobre la dificultad de convertir, en sociedad, que una costumbre, que se viene repitiendo durante años o siglos, se convierta en un delito. Jauría tiene esta misión social: enfrentarnos a nuestros propios juicios como individuos hacia lo que le ocurrió a una chica de dieciocho años, una noche en San Fermín, acorralada frente a cinco tipos.
La clá
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Jauría. Pavón Teatro Kamikaze.
https://teatrokamikaze.com/programa/jauria/
Imágenes cortesía del Pavón Teatro Kamikaze.
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