La Strada. Teatro La Abadía, Madrid.

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Entre 1952 y 1954 se estrenaron tres gloriosas películas sobre el mundo circense. La primera, una super producción hollywoodiense, El mayor espectáculo del mundo (1952), protagonizada por Charlton Heston y James Stewart y dirigida por Cecil B. Demile. La película reforzaba el elemento épico que acompaña al mundo del espectáculo, con grandes dosis de drama y de bondad humana. Al otro lado del Atlántico, otros dos directores, Ingmar Bergman y Federico Fellini, ofrecían una mirada mucho más pesimista sobre este arte escénico, que ha tendido siempre a presentarse de forma alegórica como reflejo de la condición humana.

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Charlton Heston y Jimmy Stewart en El mayor espectáculo del mundo.

Bergman dirigía en 1953 Noche de circo con los actores Ake Gronberg y Harriet Andersson (la protagonista de la icónica Un verano con Mónica): una personal visión de las relaciones humanas que se tejen en el mundo circense. La película destaca por una cuidadísima dirección de fotografía, avanzando imágenes que luego el director sueco replicaría en futuras obras maestras (los carromatos subiendo en hilera el monte son idénticos a los personajes danzando con la muerte de El Séptimo Sello).

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Noche de circo, de Bergman

En tierras mucho más cálidas, otro enorme del cine, Federico Fellini, estrenaba en 1954 La Strada, con Anthony Quinn y Giulietta Masina, como Zampanó y Gelsomina, dos artistas ambulantes de circo que toman carretera. La visión, al igual que Bergman, es profundamente pesimista. Usando a dos personajes como epicentro de la ficción, Fellini ofrece una mirada mucho más individualista del mundo circense, girando la película en torno a dos desolados fantoches, más que sobre los espectáculos en sí.

El contraste entre las tres permite extraer algunas reflexiones. La primera es que la Europa de la postguerra sufría las inclementes consecuencias de una guerra mundial que había devastado al continente. Los caminos de la tundra sueca son idénticos a los polvorientos caminos del centro de Italia en la región de L´Aquila que recorren Zampanó y Gelsomina. Esa es la tierra árida de una empobrecida Europa, por la que deambulan seres perdidos. Al otro lado del Atlántico se levanta una carpa enorme en la que se ofrece el mayor espectáculo del mundo. El sufrimiento, el tesón, el trabajo de un colectivo de profesionales y la fuerza perseverante del director del circo hacen posible la hazaña. Mientras que el mensaje de Bergman y Fellini es profundamente triste y de tintes existencialistas, Cecil B. Demile ofrece un tratado sobre los grandes valores americanos. Las tres son, sin duda, grandes películas, aunque en ellas se encuentran las trazas de los cambios sociopolíticos que se estaban produciendo en la década de los cincuenta.

La segunda gran reflexión es la que tiene que ver con la mirada hacia el mundo de los artistas ambulantes. Hollywood se rendía a su lema “show must go on”, mostrando un circo colosal en el que participan técnicos y artistas. Bergman redimía a las artes circenses frente a su hermano de sangre, el teatro, mostrando a los actores de escena como seres petulantes. En un monologo cruentísimo, el director teatral espeta al artista circense:

We belong to the same riffraff, the same wretched pack (…). You live in caravans, we stay in filthy hotels. We make art, you make artifice. The lowest of us would spit on the best of you. Why? You only risk your lives, we risk our pride.”

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Fotograma de La Strada

En La Strada, Fellini propone un viaje iniciático hacia ninguna parte, en el que dos artistas ambulantes avanzan hacia un trágico final. Fellini entonó un poema visual en clave quijotesca, en el que Gelsomina es el ser mentalmente frágil y Zampanó, el más mundano y terrenal. En ese caminar se encontrarán con una compañía circense en la que trabaja el bufón, tercer personaje de esta historia.

Vamos, por fin, con el montaje de Mario Gas que puede verse este mes de diciembre en el Teatro La Abadía. Gas se acerca a una versión condensada de la obra maestra de Fellini, y se vale del dramaturgo Gerard Vázquez, auténtico devoto del filme (en 1999 puso sobre las tablas una adaptación teatral de este mismo guion).

Gas y Vázquez optan por hacer girar la obra en torno a tres clowns, Zampanó, Gelsomina y el bufón, eliminando los encuentros fortuitos con otros seres como las monjas, los tenderos, los aldeanos o los artistas circenses.

En este destilado de la película, aciertan en reforzar visualmente la sensación de aislamiento, con un escenario sombrío, en el que sólo brillan las narices de payaso o el chaleco circense, como los puntos rojos de sombreros aldeanos en los cuadros del francés Camille Corot. Esta condensación y refinamiento se compensa, en la balanza, con un potente elenco actoral: Alfonso Lara (Zampanó), Verónica Echegui (Gesolmina) y Alberto Iglesias (el loco).

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Alfonso Lara convence plenamente en su papel de fortachón y de hombre bruto y rudimentario. No teme al arquetipo creado por Quinn, y con semblante tosco mira y observa a la compañera de viaje que compró para sí, y al público imaginario del circo. Lara es un actor versátil, que lo mismo hace un musical (Páncreas), que un drama (Emilia), que se atreve con el icónico Zampanó de Fellini.

El papel de loco bufón lo aborda Alberto Iglesias con otros matices. La risa sardónica de este personaje presagiaba en la película algo funesto, pero el temple del intérprete cántabro le da un lado aún más oscuro. Claro que al mismo tiempo Alberto Iglesias parece disfrutar de un género que le es normalmente vetado: la comedia. Veo en su bufón algún toque de Dick Van Dyke, y cierto divertimento en su mirada. Alberto Iglesias es uno de los actores más potentes que hay sobre las tablas. Comparte con Israel Elejalde ese sabor interpretativo hacia los clásicos y una severidad en la voz y en la interpretación, que les dotan para los papeles más difíciles. Su único riesgo (compartido, también) es que la severidad torne en petulancia. Por eso creo, sinceramente, que Iglesias está disfrutando de los rasgos de comicidad que le da este bufón. Mario Gas repite con el que fue su hijo, en la extraordinaria Largo viaje del día hacia la noche.

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Último brochazo para el papel de Gelsomina, interpretado por la cinematográfica Verónica Echegui. De forma acertadísima, este ser frágil se aparta totalmente de la maravillosa y única interpretación que regaló Giulietta Massina. Cualquier intento de copia hubiera resultado fallido, por eso es interesantísimo el retrato creado a través de tan sólo unos rasgos. Aquí Gelsomina es un ser más aniñado y perturbado. En el primer tercio de la obra Echegui simplemente no sonríe, mira de forma continua con la boca entreabierta, como el niño tímido al que están enseñando. A partir de la entrada del bufón aparece una sonrisa iluminadora, también muy infantil, y los golpes en la cabeza, y el enfurruñe de quien no entiende todo lo que sucede a su alrededor. La escena cumbre para Echegui es, sin duda alguna, cuando recuerda la muerte de su hermana y el pacto de compra venta que realizó su madre, entregándola a Zampanó a cambio de unas liras que sostuviesen al resto de la familia. La narración que realiza Echegui es conmovedora, y coloca al público al borde de ese éxtasis de silencio que es siempre marca de una escena álgida. Como sugerencia, los posteriores modulados de voz para retornar al marcado infantilismo de Gelsomina son un subrayado prescindible.

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En cuanto a la dirección, Mario Gas ha querido destilar el material de obra maestra de La Strada, para quedarse con tan sólo unos destellos. Suprime la parte de viaje iniciático a través de la cual los personajes se van topando con otros seres, para concentrar la acción en el trío de caracteres principales. Curiosamente también elimina los elementos más vinculados a la profesión artística: la energía con la que Gelsomina asume el nuevo rol de artista, y sus sucesivas renuncias hacia una vida mejor por Zampanó y las artes callejeras. En el lado de las elecciones, Gas mantiene como poderoso elemento escénico el moto-carruaje de Zampanó, así como los célebres acordes compuestos por Nino Rota.

Por encima de los actores tres estructuras metálicas reproducirán imágenes audiovisuales de un mar que ya acompañó a Gas en Largo viaje del día hacia la noche. Hacia el final, la obra sufrirá el lento ritmo que la película suplió con un poderosísimo blanco y negro, marca del neorrealismo italiano, pero que el montaje del director no logrará compensar.

Para los que amen la película de La Strada encontrarán en este montaje un bonito homenaje hacia la obra imperecedera, un ejercicio de un maestro, Mario Gas, que en sus pinceladas escénicas opta por captar tan sólo algunos de los elementos del original cinematográfico. Los tres actores (Lara, Iglesias y Echegui) logran aportar lo más difícil: la emotividad de tres seres nacidos de la nada, que deambulan por un camino polvoriento que serpentea por un país arruinado, y que no les conducirá a ninguna parte.

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http://www.lacla.es

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La Strada. Teatro La Abadía.

http://www.teatroabadia.com/es/archivo/532/la-strada/

Imágenes de la función cortesía del Teatro Abadía. Fotógrafo Sergio Parra.