Jerusalem. Teatro Valle Inclán, Madrid.


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Jerusalem, la obra de Jezz Butterworth, llegó con su roulotte unos días al Teatro Valle Inclán en Madrid, tras su éxito el pasado verano en el Festival Grec de Barcelona. De su paso me quedo con un magnífico trabajo coral de ambientación, levantado por poderosas interpretaciones y una escenografía absoluta, y por una dirección, a cargo de Julio Manrique, muy bien planteada.

El autor de esta pieza es el dramaturgo inglés Jez Butterworth (Londres, 1969), que ha tomado del célebre poema de William Blake (poema que es himno oficioso de Inglaterra) el título de esta pieza que retrata a un país condenado a mirar a través del culo de una botella.

La Inglaterra de verdad, aquélla que mejor representa a la superpotencia, no lleva cuello blanco, ni camisa con gemelos. El sustrato que la compone es una sociedad fragmentada y perseguida desde hace décadas por el alcohol y las drogas. La personifica un tipo como Gallo, un cincuentón panzudo que lleva camiseta de tirantes blanca, y al que su propio pueblo tiene como un paria que se esconde en un bosque mágico. A la caravana de ese bosque le van a visitar ciertos duendes, deseosos de acompañar sus sueños etílicos, y de comprar un gramo de coca. Él desprecia a esos duendes, los llamas “ratas”, adolescentes perdidos, hijos de padres que en su día también poblaron los mismos bosques, y que hoy se afanan por pagar la cuota de la hipoteca. Gallo actúa como flautista de Hamelín de chavales adolescentes. Representa a ese adulto que sobrepasa la mediana edad y que convierte a jóvenes treinta años más jóvenes, en sus más cercanos camaradas. Algo no va bien.

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La historia trazada por Butterworth es bastante cómoda en su planteamiento, aunque cuenta con el virtuosismo de estar muy bien narrada. Hay un anti-héroe, John Byron Gallo (Pere Arquillué), cuyas suaves posturas anti-sistema resultan a ratos encantadoras. Hay también un corrillo de afables parias, entre los que destaca Ginger (Marc Rodríguez), un tonto del pueblo, un leal Sancho quijotesco que venera a Gallo. Luego está la panda de adolescentes que pululan en torno a Gallo, más por las drogas que provee, que por un verdadero sentimiento de afecto. Son Davey (Guillem Balart), Pea (Anna Castells), Lee (Adrian Grösser), Tanya (Clara de Ramón). Luego están los seres inadaptados, colegas de destino: un profesor chiflado (Víctor Pi) que perdió algo de cordura hace tiempo y que estimula con drogas su mundo fantasioso, y Wesley (Albert Ribalta), más apegado a la normalidad del pueblo, aunque roto por dentro. Las raves sin fin de Gallo son perturbadas por los representantes de la municipalidad (Chantal Aimée y David Olivares), y por un padre quebrantahuesos.

Gallo vive en ese bosque shakespeariano habitado por extraños seres en tierras del sur de Inglaterra. Su modo de vida se ve amenazado por una promoción inmobiliaria bajo el slogan “A pleasant land to live”. Y de telón de fondo, en unos días de tensión creciente para Gallo, se celebran las fiestas locales del pueblo.

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El montaje de Jerusalem es un relato de contrastes, entre la Inglaterra verde y shakespeariana, y la caravana del bosque de Gallo. Entre himnos como Jerusalem (interpretados por una talentosa Elena Tarrats) y danzas de Morris. Entre los excesos de Gallo y el bullying practicado en escuelas y pubs del condado. Jerusalem es una historia bien contada, pero no icónica. El trayecto que transita ya lo han practicado grandes narradores como Irvine Welsh (novelista y autor de Trainspotting) o Ken Loach (el gran retratista cinematográfico de la sociedad inglesa). A Jerusalem le sobra además metraje, con momentos recortables.

En la línea de esta obra, y con la mirilla puesta hacia nuestras tierras castellanas, me resultó mucho más poderosa e innovadora en su narración la pieza escrita por Pablo Remón, Los mariachis (Israel Elejalde, Luis Bermejo, Francisco Reyes y Emilio Tomé). Hay drogas, un relato feroz, un lugar de la España profunda y hay una visión mucho menos previsible de lo que será el devenir de personajes y acontecimientos. Jerusalem y Los mariachis comparten, cierto, esa visión algo cinematográfica, con muchos diálogos que van a ninguna parte.

Aunque a Jerusalem le sobre metraje, hay algo en la escritura de Jez Butterworth que ha conseguido que la pieza tenga gran éxito en distintos escenarios. Se trata del ritmo de la obra, y de unos diálogos bien planteados, con algunas frases magistrales. Julio Manrique no ha hecho más que ensalzar las virtudes del texto, y ha contado con un equipo sensacional de intérpretes. Preside un enorme Pere Arquillué, que llevará tatuado el personaje de Gallo durante un buen tiempo. Arquillué ha imprimido hedor a sudor, alcohol y drogas a su héroe lúcido y defenestrado. Los jovenzuelos crean esa atmósfera de mandíbulas que se salen, enfarlopados, vitales y crueles. Fortísima la presencia de Guillem Balart en este grupo.

Si el primer acto de Jerusalem transcurre entre fiestas y visitas, la segunda parte se torna más retrospectiva. Se producen tres grandes momentos. Está el delirio del profesor (poderoso Víctor Pi) y la caída de Gallo (con final trágico enorme de Pere Arquillué). Y como gran escena, el monólogo etílico de Albert Ribalta, como uno de los grandes momentos de esta obra, con una borrachera tan real que hace que su parlamento caiga en la audiencia con efecto subrayado.

Junto con las grandes interpretaciones hay que destacar el extraordinario trabajo del escenógrafo Alejandro Andújar. La roulotte y los trastos destartalados de este paraje abierto en el bosque son tan representativos, como lo es Gallo, de esa Inglaterra en decadencia, que vive en una estancia con ruedas (sin posibilidad de acceder al ladrillo). Nada hay de promesa bíblica en “la tierra verde y apacible de Inglaterra” que soñó William Blake.

La clá

www.lacla.es

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Jerusalem. Teatro Valle Inclán. Centro Dramático Nacional.

https://cdn.mcu.es/espectaculo/jerusalem/

Actualmente en gira.

Fotografía David Ruano.